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Jesús me dio lo que el alcohol y las peleas no podían…

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Hace seis años, perdido, roto, solo y con ganas del suicidio. Era el cascarón vacío de un jugador de rugby, que se arrastraba por un patio de ejercicios en una prisión en Londres. Yo era un hombre de extrema violencia, pero un día supe que Dios era real y que había bajado a rescatarme del infierno.

Cuando era niño, había violencia en todos los lugares a los que me dirigía. Mi madre había enviudado de su primer marido, abusada durante 20 años de su segundo y abandonada por mi padre (con el que nunca se casó) cuando yo tenía ocho meses. Ella y mis dos hermanas me rodearon de amor, aunque yo era el pequeño y favorito de la familia mi madre era una persona que disciplinaba duro y usaba libremente lo que llamábamos “el palo de Allen” para mantenerme bajo control.

Me metía constantemente en líos con los matones del vecindario, con la esperanza de ganarme su respeto. También fui abusado varias veces: por un amigo de la familia, por un chico del otro lado de la calle y por un hombre del que he bloqueado los peores detalles de mi memoria. Pero los domingos me aventuraba a salir por mi cuenta para ir a la iglesia. En casa no tenía padre y sufría abusos, pero allí me sentía seguro y en paz.

Una mañana bajé las escaleras y encontré a mi madre muerta en el sofá, víctima de una hemorragia cerebral. Algo se rompió en mí ese día y desde entonces fui a tres escuelas, siendo expulsado de las dos primeras por comportamiento inmanejable. Para cuando me fui de casa a los 16 años ya era una bomba de relojería: enfadado, amargado y perdido.

Sin embargo, sobresalí en el rugby: a los 17 años firmé un contrato profesional. Muy pronto, tuve mucho más dinero que sentido común. Anhelando la aceptación de los miembros criminales a los que perversamente consideraba “familia”, empecé a luchar por dinero, vender drogas, cobrar deudas a los traficantes y, en general, a intimidar a lo largo de mi vida. Y así terminé en la cárcel.

La prisión no tardó mucho en convertirme en un criminal empedernido. Era un mundo hostil donde solo los más aptos sobreviven. Ahí desarrollé una adicción a la heroína, que me dejó alienado de mi hija primogénita y su madre. Terminé durmiendo en la calle sin la “buena suerte” de ser enviado de vuelta al talego, podría haber muerto. Impulsado por una foto de mi hija en la pared de mi celda, resolví reconstruir mi vida. Durante los dos años siguientes, me puse al día con mis estudios y me limpié de heroína. Pero pronto volví a mis viejas costumbres. El vicioso carrusel seguía girando: bebida, drogas (ahora cocaína), fiestas, violencia, sexo, y en poco tiempo, un viaje de vuelta a la cárcel.

Durante mi estancia en la cárcel, siempre me sentí atraído por la capilla. La consideraba un lugar de refugio, así como la iglesia había ofrecido un refugio seguro del tumulto de mi infancia. A lo largo de los años, experimenté con todo: budismo, hinduismo, espiritualismo, asesoramiento, curso tras curso, medicación, pero nada funcionó. Seguía siendo un desastre. A pesar de mi ardiente deseo de cambiar, no podía encontrar ninguna paz o estabilidad.

Eventualmente aterricé en Belmarsh, una prisión de alta seguridad en el sureste de Londres. Con mis estallidos violentos y mi comportamiento paranoico, había alejado a todos los que me importaban y había hecho pasar a mi familia por un infierno. Estaba mental, emocional y Con lágrimas cayendo por mi cara, me arrodillé e hice una última súplica a Dios: “Si eres real y me escuchas, pon una paloma blanca fuera de la ventana de mi prisión. ¡Muéstrame que estás conmigo!”. A la mañana siguiente, cuando una bandada de palomas se levantó de la cornisa cercana, vi a una paloma sentada allí. Algo dentro de mí se movió y las lágrimas de alegría reemplazaron a las lágrimas de desesperación.

Después de ser transferido a otra prisión en Leeds, empecé a orar y a estudiar la Biblia en serio. Leyendo un libro cristiano, el autor describió cómo tomó el abuso sexual que sufrió a manos de su padre, lo hizo rodar como una bola y lo puso a los pies de Jesús. Decidí hacer lo mismo con mi rabia. Antes de irme a dormir, cerré los ojos, imaginé a Jesús en la cruz, hice una bola con mi rabia y se la entregué. Cuando me desperté, sentí una paz como nunca.

Dios, en su paciencia, siguió usando este vaso roto para sus propósitos. Me ha dado el privilegio de ir a la cárcel, primero bajo la supervisión de cristianos más maduros y luego cada vez más por mi cuenta y dar testimonio de la esperanza y el perdón que ofrece. He hablado en salas llenas de hombres condenados por los crímenes más atroces, incluyendo pedófilos y asesinos y los he visto reducidos a lágrimas. En un momento clave en el que me preguntaba hacia dónde iba mi vida, Dios me ayudó a poner en marcha un ministerio (Steps to Freedom – Pasos hacia la Libertad) que llega a los jóvenes abandonados por la sociedad.

Milagrosamente, Dios incluso me ha devuelto a mi familia. Ha llevado años, pero uno a uno ha reparado las relaciones rotas con mis hermanas y sus familias, con mis tres hijos, y con el padre que nos abandonó hace tanto tiempo. El proceso de refinamiento ha sido largo y duro. Pero poco a poco, me está puliendo hasta convertirme en un trofeo de la gracia de Dios.


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2 comentarios sobre «Jesús me dio lo que el alcohol y las peleas no podían…»

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